La factura psicológica de la pandemia

Tras dos años de covid «necesitamos tiempo» para desaprender, por ejemplo, a dejar de usar las mascarillas

Por Laura A. Izaguirre

Tras más de dos años de pandemia son muchas las secuelas que deja la covid-19. En estos más de 700 días de ‘convivencia’ con el virus hemos sufrido multitud de cambios que no imaginábamos antes del 14 de marzo de 2020. Nos hemos acostumbrado a modificar comportamientos, estilos de vida y modos de relacionarnos, entre otras muchas cosas, y ahora hay que ‘desaprender’ lo aprendido para intentar volver a una normalidad que aún queda lejos de aquella que dejamos. «Solo necesitamos tiempo, adaptarnos poco a poco y avanzar hacia una etapa mejor; pensemos que lo peor ha pasado, que al menos estamos más preparados y experimentados en lo que tenga que venir; este confinamiento y todo lo que ha conllevado ha sido el primero de la era moderna, pero quizás no sea el último, el impacto de lo inesperado ya ha pasado», defiende la psicóloga Alicia Martos, autora del libro ‘Se hizo el silencio: las 22 claves psicológicas para entender la pandemia’ (Ediciones Alfar).

Avanzamos, eso parece, hacia una etapa de más claros que oscuros y, sin embargo, hay que tener muy presente que aún hay obstáculos a los que hacer frente. Es la huella psicológica de la pandemia. «Depende mucho de cómo hayamos vivido la covid-19, de cómo fue nuestro confinamiento, si nos hemos sentido solos, si se hundió nuestro negocio o perdimos a alguien cercano… pero lo cierto es que a nivel general todos estamos cansados de transitar por un periodo extraño, alterado, sin poder hacer planes, sin las grandes reuniones de antes», destaca Martos. No en vano, además del duelo por quienes han muerto, del hecho de no vernos las caras o las sonrisas por el uso de la mascarilla, de que los niños hayan tenido retrasos en la adquisición del habla…, «el simple hecho de no poder ver la boca de los demás (particularmente útil para identificar expresiones emocionales) nos está pasando factura», detalla Martos. Sin olvidar que «somos una cultura de alto contacto, seres sociales acostumbrados a vivir a través del tacto (físico y emocional) con los demás; no nos sentimos cómodos en aislamiento, sin poder dar besos o abrazos, sobre todo en nuestro círculo más íntimo».

Pero lo cierto es que todavía hay mucha gente que sigue con miedo. «Hemos pensado muchas veces que esto había acabado y no ha sido así, ola tras ola se nos creaban unas expectativas que se veían frustradas de nuevo, tenemos que aprender a convivir con un virus que muta y varía y vuelve a estar presente y no queremos, lo que buscamos es que la vida vuelva a ser exactamente igual que en 2019 y eso será complicado», advierte Martos.

«Todos estamos cansados de transitar por un periodo extraño, alterado, sin poder hacer planes», Alicia Martos

El mayor ejemplo lo tenemos con la retirada de las mascarillas. «Va a suponer un reto para nosotros y para nuestro cerebro, y digo reto porque debemos tener en cuenta que cuando comenzó la pandemia y su uso se estableció como obligatorio como recurso para protegernos del virus, en aquel momento de miedo e incertidumbre la mascarilla apareció como una herramienta que, de alguna manera, nos servía para sobrevivir. Así que asociamos rápidamente mascarilla con supervivencia y eso se graba a fuego en un cerebro diseñado para sobrevivir, así que ahora es lógico y está totalmente justificado que aparezcan una serie de síntomas que nos generan malestar a la hora de enfrentarnos a la retirada de la mascarilla», explica la psicóloga Iratxe Martínez, miembro del Colegio de Psicología de Bizkaia.

Síndrome de la cara vacía
Es lo que algunos expertos denominan el ‘Síndrome de la cara vacía’, o lo que es lo mismo, el malestar psicológico producido por el hecho de tener que enfrentarnos de nuevo a una vida sin la ‘coraza’ de los tapabocas. «Los síntomas son los propios de cualquier conducta o estímulo que genere ansiedad, los que ya conocemos como la sensación de ahogo, la presión en el pecho, la dificultad para respirar, la sudoración, temblor…», enumera Martínez. Aunque en este caso, más que los propios síntomas hay que tener más en cuenta su intensidad, es decir, «que la sensación de ahogo sea continua o la presión en el pecho diaria, cuando todos estos síntomas tienen una intensidad que no permiten llevar el día a día con normalidad e interfieren en el desarrollo de tus tareas diarias con normalidad, ahí es donde tenemos que buscar solución».

Especialmente ‘sensibles’ a este síndrome son personas con patología ansiosa previa. «Además, también afectará especialmente a los hipocondríacos, personas que están extremadamente preocupadas por su salud y que viven atemorizadas por contraer cualquier enfermedad, tienen sus rituales para llevar a cabo sus actividades diarias y para los que cualquier cambio es dramático. También va a afectar mucho a esas personas que están muy centradas en la percepción de sus defectos y ocupan mucho tiempo en ocultarlos», aclara Martínez. Sin olvidar «a los profesionales que más han estado en contacto con todas las fases del virus, los sanitarios. También a los niños muy pequeños que han vivido dos años en situaciones de anormalidad, a personas mayores que han visto mermadas sus capacidades motoras y han sufrido mayor soledad y contacto social, a personas jóvenes que acabaron sus estudios y no pudieron emprender una vida profesional porque todo se paralizó, a madres y padres que con el teletrabajo han podido conciliar ‘algo’ mejor y ahora vuelve la presencialidad forzada en el trabajo…», agrega Martos.

«Y lo estamos viendo mucho en adolescentes», destaca Martínez. Hay que tener en cuenta que a los chavales se les juntan dos realidades un tanto ‘complicadas’: tienen como una necesidad casi biológica de su propio desarrollo el reconocimiento y la pertenencia al grupo, y sin olvidar los cambios físicos, biológicos y psicológicos (les empieza a aparecer el vello en la cara, muchos tienen braquets, el acné…) a los que tienen que hacer frente en esta etapa. «Hasta ahora con la mascarilla tapaban y el hecho de retirarla genera inseguridad y miedo a no ser reconocidos o aceptados por el grupo», concluye la psicóloga.

«Asociamos mascarilla con supervivencia, así que es lógico que aparezcan síntomas de malestar al quitarlas»,  Iratxe Martínez

Reconocer y enfrentar el problema

1.- Identificarlo: «Primero, hay que ser consciente de que después de estar dos años con la mascarilla puesta tantas horas al día necesitamos un tiempo de adaptación en el que van a surgir inseguridades y malestares. Después, cuando los síntomas son intolerables porque interfieren de forma negativa o condicionante en nuestro día a día, podemos pedir ayuda», argumenta Martínez. «Lo importante es identificar que algo no va bien, que a pesar de que parece que todo vuelve a ser más ‘normal’ yo sigo con miedo, no hago planes, bloqueo el contacto social, siento ansiedad, no duermo bien… Solo si somos conscientes de ello buscaremos ayuda y trabajaremos lo que no funciona. El miedo siempre debe ser un recurso, no un límite. Para ello debemos analizar de dónde nace para afrontarlo sin que nos incapacite. Plantearnos objetivos realizables, graduales, focalizar nuestra atención en las soluciones que estén en nuestra mano, en las cosas que podamos controlar», añade Martos.

2.- Hacerle frente: «Lo que nosotros hacemos en primer lugar es aprender diferentes técnicas de relajación que nos puedan ayudar a tolerar mejor el hecho de exponernos a esta situación, que al final desaparecerá porque el propio día a día normalizará la situación. La clave está en la exposición, es decir, salir a la calle, relacionarse con gente… y hacerlo de forma gradual, teniendo el control del tiempo de exposición, del espacio… Luego trabajamos y desgranamos los pensamientos negativos que generan este tipo de miedo y se valora el riesgo real que existe de contagiarte y de padecer las consecuencias por haberte contagiado. Y, por último, hay que reforzar todos los aspectos positivos que tiene el hecho de que se quiten las mascarillas: volver a vernos, a relacionarnos…», agrega Martínez.

3.- Ayudar a otros: «El consejo sería la exposición de forma gradual y controlada, exponiéndolos a situaciones que no sean amenazantes para ellos, que no sean muy hostiles, que puedan estar con cierta seguridad, haciéndolo poco a poco y en espacios en los que ellos sientan que tienen el control, y con muy pocas personas hasta que vayamos normalizando la situación», aconsejan las expertas.

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